La maraña de noticias que nos envuelve cada día hace que la mirada sobre la realidad se transforme en una empresa cada vez más compleja. La vorágine informativa nos distrae, nos aturde, nos atormenta. ¿O alguien se acuerda acaso de los títulos del miércoles pasado? Ni hablemos de lo que aconteció hace un mes atrás.
En la construcción de la escena pública, una noticia tapa a la otra, un escándalo esconde al anterior y una ola de nimiedades inunda toda la escena para ahogar las escasas miradas profundas que intentaron bucear en la realidad.
Gran Hermano, los bailes, el caño y la tele que habla de la tele operan permanentemente como disuasor de la mirada crítica. El ojo avizor queda envuelto en nubes y niebla que hace vizcosa la percepción de lo que ocurre.
Ser periodista implica luchar contra todo eso. Requiere molestar, investigar, denunciar, reflexionar, analizar e interpretar.
El trabajo es solitario, arduo, incómodo, pero necesario.
Porque el desconcierto que reina nos quita un poco de libertad. Equivocamos el rumbo, erramos el diagnóstico, perdemos de vista al enemigo y confundimos a nuestros carceleros.
Más que nunca necesitamos de los Walsh, los Urondo, los Conti y tantos otros que luchan en silencio y nos enseñan a desentrañar esa maraña que nos asfixia. Nos enseñan a no bajar los brazos frente a las tentaciones de la comodidad, nos enseñan a molestar, a incomodar.
Nos enseñan, sobre todo, que el periodista debe abandonar el lugar de la neutralidad para abrazar las banderas del compromiso.